Se sentaba semanalmente en el mismo rincón bajo la lámpara de luz tenue con su computadora portátil y una copa de vino a medio beber. Nunca le gustó tanto la sensación de embriaguez, por lo que la evitaba a toda costa bebiendo de su copa a pequeños sorbos espaciados. Cada miércoles, a las cuatro con diecisiete minutos de la tarde entraba a observar, a disfrutar de su soledad.
Yo lo sabía, porque la conocía desde mi infancia. Ella se fue a estudiar a una privilegiada escuela superior de mercadotecnia y yo me quedé aquí, manteniendo a mis padres como otro sencillo empleado de la cafetería del pueblo. Nunca olvidé sus ojos perfectos, siempre observando a todos en el patio de recreo en silencio.
Me gustaba vivir en el sueño de que llegaba por verme a mí; pero las únicas veces que dirigía su misteriosa mirada hacia mí, era cuando se acercaba a la caja a pagar su copa de vino. Yo no le hablaba, no me arriesgaría a distraerla de lo que fuera que la mantenía tan concentrada.
Eventualmente, un chico nuevo empezó a frecuentar el local. Por un par de semanas, llegaba a diario; luego, solo los miércoles, casi a la misma hora que Elvira. Julián llegaba a las cuatro con veinte minutos. Supe su nombre porque a diferencia de Elvira, Julián pagaba su cuenta con tarjeta de crédito. Julián tenía buen porte, perfumado y de traje. Como si llegara a esperar una cita que siempre se olvidaba de él.
Julián sí se atrevió a acercarse a la mesa de Elvira y distraer su atención. Por un momento pensé que ella lo evitaría, que sería la misma muchacha callada de la escuela y que se las arreglaría para ahuyentar esa plática no deseada. No lo hizo. En cambio, le sonrió e inició una amena conversación con Julián. Entre carcajada y silencios cortos, vi la mirada iluminada en el rostro de Julián: finalmente encontró la cita que tanto llegaba a esperar. Elvira también tenía un brillo especial en sus ojos, mas no supe identificar qué era. Su interés en la vida de Julián era inimaginable. Hablaban de su amor mutuo por las carnes crudas, el amor de Elvira por la lectura y el amor no compartido de Julián por los buenos vinos, los añejados en barricas de roble. Pero esto último no lo sabía Julián, Elvira nunca lo mencionó y él nunca lo preguntó. Yo lo sabía, y pude haberle preguntado cientos de cosas acerca de su rutina semanal, porque yo sí sabía el desagrado que sentía hacia cualquier bebida alcohólica. Yo pude haber ocupado el lugar de Julián, sentado en la misma mesa y al lado de Elvira, lanzando risas al aire.
Pasaron varios meses y ellos seguían frecuentando la misma mesa. Elvira seguía interesada en la vida de Julián como un infante que le pregunta a sus padres el porqué de las cosas. Vi los ojos de Julián: había encontrado su alma gemela y estaba listo para hacerla su compañera de vida. Esa misma noche, cuando Elvira se fue, Julián se levantó a pagar (su propio consumo, porque Elvira no dejaba que pagaran nunca su cuenta), me pidió que en dos semanas cerrara el local solo para ellos. Lo supe, él estaba listo y yo quería fingir que no estaba pasando.
A la semana siguiente todo era igual, llegó Elvira a sentarse en la mesa del mismo rincón, abrió su computadora lista para escribir y minutos más tarde entró Julián a hacerle compañía. Esa tarde Julián salió antes y aproveché. Finalmente me llené de valor y esperé que Elvira llegara a la caja a pagar. Le pregunté si me recordaba. Con su dulce voz, aseguró haber tenido mi caminar en algún lado de su memoria y rebocé de alegría. Ya armado de valentía, le hice los cientos de preguntas que tenía en mente. Ella, como era de esperarse, se sintió abrumada por mi intrepidez. Vi en sus ojos la incomodidad y su deseo por retirarse tan pronto como le fuera posible. Respondió que era un gusto haberme visto, pero que era la última vez que llegaba, que estaba ahí por pura cuestión de trabajo; pues al graduarse de Mercadóloga, había llevado cursos de Sociología, Psicología y Antropología; y era la persona más cotizada en el ámbito para realizar estudios de mercado de diferentes productos. Entonces entendí su rutina semanal. Sentí pena por mí, pero mi pesar era más grande por saber que Julián llegaría a la semana siguiente a esperar nuevamente a su alma gemela.